Los caminos

Los caminos

--- Los caminos ---

El camino que él conocía

Hay momentos que se graban en la memoria como si el tiempo dejara cicatrices.
Aquel domingo fue uno.
El sol caía denso sobre el Lienzo Charro Jalisco. Afuera había música, aplausos, carne asada.
En el sótano los baños, olor a miados.
Y mi padre.

Lo vi desde atrás.
De pie frente a un migitorio sin agua, con las piernas abiertas como si el equilibrio fuera un acto de fe.
Su cabeza colgaba hacia el pecho.
El brazo estirado tocando la pared, el cuerpo vencido sin haber caído.
El pantalón salpicado.
El pene afuera.
Y mi madre entrando en ese lugar de hombres —hombres borrachos, hombres que la miraban, hombres que silbaban con sorna o con hambre—
como una mujer que ya no tenía miedo al asco.
Solo tenía prisa.
Solo tenía que sacarlo.

Lo jaló de ahí como quien arrastra un perro atropellado.
Lo sostuvo sin dignidad, sin amor visible, solo con una especie de deber, una fuerza que no venía del corazón, sino de otra parte más profunda.
Una parte que nadie agradece.
Una parte que duele.

Mi hermana nos esperaba y tomanos el camión.
Ella lo sentó.
Le limpió las manos.
Le cerró el pantalón.
Él masculló algo. Tal vez un perdón. Tal vez un reclamo. Tal vez nada.

Nadie aplaudió esa escena.
Pero yo la recuerdo con más nitidez que cualquier charreada, que cualquier grito, que cualquier aplauso del público.
Ese fue el verdadero espectáculo de ese domingo.

Ese fue el camino que él conocía.
El del fondo de la botella.
El de no sentir.
El de perderse a sí mismo antes de que alguien más pudiera hacerlo.

No era la primera vez.
Ni sería la última.

Lo vi muchas veces desaparecer así, lentamente.
Como si se apagara por dentro.
Como si alguien le hubiera dicho que vivir era una trampa.

Mi madre siempre lo traía de vuelta.
A veces con llanto.
A veces con rabia.
A veces en silencio.

¿Fue amor?
¿Fue necedad?
¿Fue miedo a quedarse sola?

Yo era un niño.
Solo entendía que algo estaba roto.
Y que nadie lo estaba arreglando.

Pasaron los años.
Él murió.
Y yo…
yo sigo sin conocerlo.
Sin poder decir “lo extraño”.
Porque no se puede extrañar a un desconocido.

Sé su nombre.
Sé que tenía una sonrisa que engañaba.
Sé que le gustaba de la música de la Sonora Santanera.
Pero no sé qué lo hacía llorar cuando nadie lo veía.
No sé si soñaba con algo más.
No sé si alguna vez deseó dejar de beber.

Yo creo —quiero creer— que hubo otro camino.
Uno que nunca tomó.
Uno en el que no necesitaba emborracharse para sentirse valiente.
Uno en el que podía mirarme con amor.

Un camino donde no amenazaba con un cuchillo a mi madre.
Donde no se volvía un monstruo con la voz pastosa y los ojos rojos.
Un camino donde, tal vez, podía haberme abrazado y decirme:
“Estoy orgulloso de ti.”

Pero ese camino…
ese camino él no lo conocía.

¿Y si alguien le hubiera enseñado a enfrentar sus miedos sin esconderlos bajo la espuma de la cerveza?
¿Y si se hubiera atrevido a sanar en vez de olvidar?

Tenía todo para ser grande.
Carisma.
Inteligencia.
Fuerza.

Pero eligió la sombra.
Eligió el ruido hueco de los tragos.
Eligió el olvido.

Cada botella que vaciaba era una piedra más en la tumba del hombre que pudo ser.
Del padre que no fue.

Yo también tomé caminos.
Distintos.
Algunos con rabia.
Otros con silencio.

Durante años lo odié.
Después lo ignoré.
Después lo entendí.
Y ahora…
ahora solo lo narro.

Porque narrarlo es lo único que puedo hacer con un hombre al que nunca supe amar.
Porque para amarlo tendría que haberlo conocido.
Y para conocerlo, él tendría que haber querido darse a conocer.

Pero se fue.
Desde mucho antes de morir.
Se fue cuando eligió el camino fácil, el de la evasión, el del trago.
Se fue cada vez que se embrutecía con alcohol dentro o fuera de casa.

Yo lo vi.
Lo vi caminar a ciegas por el único sendero que conocía.
Ese que olía a alcohol, a sudor, a derrota.

Y aunque nunca supe si lo eligió o simplemente no conocía otro,
hoy sigo preguntándome:

¿Qué habría sido de él si tan solo…
hubiera tomado otro camino?

El camino que yo temo

A veces despierto con el corazón apretado.
No es una pesadilla.
Es peor:
es la sensación de estar repitiéndolo.

Pasaba cuando algunas de mis esposas dormia a mi al lado o ahora que duermo solo.
Y yo estoy ahí, mirando al techo.
Con la certeza de que hay algo de él en mí.
Una herencia muda.
Una semilla enterrada.

No bebo como él.
No me pierdo en la botella.
Pero hay días en que me gustaría hacerlo.
Días en que la vida pesa más que las posibilidades.
Días en que las responsabilidades, pero la falta de propósito me asfixian.

Entonces lo entiendo.
Un poco.
Solo un poco.

Esa necesidad de apagarlo todo.
Esa urgencia de no sentir.
Esa cobardía disfrazada de libertad.

 

Vi su fotografía hace unas semanas.
Llevaba mucho tiempo sin verlo, o evitando hacerlo.
No sentí algo.
No lloré.
No recé.

Solo hablé.

—¿Qué te dolía tanto, cabrón?
—¿Qué te rompió por dentro?
—¿Qué te hizo rendirte?

Ni el viento, ni la imagen, ni mi otro yo respondió.
Pero hubo un silencio…
uno de esos silencios que pesan.

Y ahí entendí algo:
él no eligió hundirse.
No con conciencia.
No con claridad.

Simplemente no supo cómo no hacerlo.
Ese fue el verdadero infierno.
El no saber vivir de otra manera.

Al quitar la fotografía de mi vista, le dije:

—No voy a ser tú.
—Voy a seguir un camino distinto.
—Aunque me cueste.
—Aunque duela.

A veces me sorprendo repitiendo sus pasos.
Evadiendo responsabilidades.
Criticando en vez de apreciando.
Ausentándome aunque este presente.

Y me da miedo.
Un miedo profundo.
El de convertirme en él sin darme cuenta.
El de heredar lo que más odié.

Por eso escribo.
Por eso hablo.
Por eso me detengo antes de gritar.

Porque cada día tengo que elegirme.
Y no es fácil.
No es automático.
Es una batalla.

Una batalla contra el padre que vivió dentro de mí
sin haberme abrazado nunca.

Quisiera tenerlo enfrente.
No para golpearlo.
No para reprocharle.

Solo para preguntarle:
¿Tú también tenías miedo de ser tu padre?

Porque tal vez, al final,
todos caminamos por sendas que alguien antes de nosotros
ya recorrió con los pies heridos.

Y el verdadero acto de amor,
el más difícil,
es romper el ciclo.

Es mirar atrás
y seguir caminando
en otra dirección.

El camino que no seguí

Un día Ish se abrochó los zapatos solo.
Tenía dos años.
Se le iluminó la cara.
—¡Mira, papá!
Y yo… no miré.

Estaba ahí.
Sentado.
Cerca.
Pero lejos.

En mi cabeza estaba el siguiente proyecto, la deuda, el reloj que no alcanzaba, el cansancio, la culpa, la prisa.
Pensé que verlo crecer era suficiente.
Que pagar la escuela, llenar el refri, mantener el agua caliente era amor.
Pero no me acuerdo si le aplaudí ese día.
No me acuerdo si le dije "bien hecho",
o si solo asentí con la cabeza mientras o pensé haberlo hecho.

Siempre creí que lo estaba haciendo bien.
No perfecto, pero bien.
Yo no tomaba.
No me perdía en los bares.
No los dejaba sin techo ni comida.

¿Pero qué clase de presencia es esa que solo habita el cuerpo y no la mente?
¿Qué valor tiene estar ahí si nunca estuve con ustedes?

Un día hice las maletas.
Las cerré sin hacer ruido.
Y me fui.

No los desamparé,
pero los cambié.
Los puse al lado de otra vida.
Otra mujer.
Otro intento.

Y ahora que lo pienso, no estoy seguro si lo hice buscando amor
o huyendo de mí mismo.

Tuve dos divorcios.
Dos.
Y sigo creyendo que fui un buen hombre.
Trabajador.
Respetuoso.
No violento.
Fui eso.
Pero no sé si eso basta.

¿Fui amoroso?
¿Fui paciente?
¿Fui alguien con quien era fácil vivir?
No lo sé.
Tengo más certeza de los errores que de las virtudes.
Y a estas alturas, ya no puedo preguntarlo sin miedo a la respuesta.

A veces creo que fui mejor que mi padre.
Que al menos no me vieron borracho ni sacado de un baño con el cuerpo doblado y el alma ausente.
Pero ahora dudo.
Porque tal vez él se perdió en el alcohol
y yo me perdí en la costumbre.
Tal vez él se desvanecía entre cervezas,
y yo entre horarios, llamadas, responsabilidades.

Los dos estuvimos ausentes.
Solo que de formas distintas.

No quiero escribir esto como un testamento de culpa.
No sirve de nada.
No borra lo hecho.
Ni lo que no hice.

Solo quiero decirles, aunque no lo sepan:
Quise ser más.
De verdad.
Lo intenté.
Pero no supe cómo.

Tal vez porque nadie me enseñó.
Tal vez porque me enseñaron a dar cosas, no afectos.
Tal vez porque confundí estabilidad con amor.

Y ahora el tiempo hace su trabajo.
Se vuelve espejo.
Se vuelve pregunta.
Se vuelve vacío.

No sé si fui el padre que se merecían.
Pero sé que no fui el hombre que quise ser.

Y eso duele.
Duele más que cualquier otra herida.

Porque esa,
esa me la hice yo.

El camino por tomar

Tomar es un camino.
Tal vez el más fácil.
O el más brutal.
No lo sé.

Lo que sí sé es que hay otros caminos.
Caminos más empinados, más largos, más solitarios.
Caminos que no ofrecen anestesia, ni olvido.
Caminos donde uno no se pierde, sino que se encuentra.

Y encontrarse…
duele.

Encontrarse es ver lo que uno no quiso ver.
Es quedarse solo con uno mismo y sin pretextos.
Es mirarse al espejo sin botella, sin ruido, sin humo.

Es enfrentarse a los demonios que heredamos,
a las voces que nos moldearon,
a las decisiones que tomamos sin saber lo que costaban.

Pero también, en ese camino difícil,
uno descubre algo más.
Algo que no siempre es bonito,
pero al menos es real.

Porque solo cuando dejamos de huir,
cuando dejamos de escondernos en el fondo del vaso
o detrás de la rutina,
podemos conocer de verdad quiénes somos.

Aunque no nos guste.
Aunque duela.
Aunque sepamos que ya es tarde para cambiar lo que hicimos,
pero no para entenderlo.

Y ahí, en ese entendimiento,
quizás empieza el otro camino.
El que no borra el pasado,
pero nos impide seguirlo repitiendo.

---FIN—

 

 

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